sexta-feira, 8 de abril de 2016

UN VALLE DE RISAS





La vida es, por encima y por debajo de todo, alegría. Hay millones y millones de buenas cosas que nos suceden o que podemos gozar y que son gratis: la elegante y grácil dinámica de los animales, su incomparable colorido, el aroma infinito y tenue de las flores, las luces que ni un solo segundo son idénticas, la belleza con que las reciben los pétalos y los volcanes, las alas de los mínimos insectos y los océanos increíbles… No es dislate pensar que el Edén verdadero se halla en donde nosotros nos hallamos, aunque existan quienes han decidido no disfrutarlo sino sufrir en él. El dolor es un hecho; la alegría de la vida, otro. Y ambos son compatibles: compatibles y opuestos. La alegría ha de lamer hasta abatirlos los cimientos del dolor, minarle su terreno, sustraérselo hacerlo desaparecer, más cada día, de este valle melodioso y refulgente. El espíritu de sacrificio es un invento estúpido. El sacrificio, cuando sea imprescindible, se aceptará, pero con alegría: hasta las penas hay que saberlas llevar con ella entre las manos. Lo otro, el fanatismo del dolor, me provoca arcadas. He pasado por él y se lo que me digo. Que nazcamos para sufrir es una gravísima falacia, la diga quien la diga. Es una aberración y el pecado mayor que puede cometerse contra la vida: el don supremo y el supremo destino. ……………………………………………………………………………………….


Contra los imbéciles engreídos que, en general, suelen autoconsagrarse administradores del misterio, no cabe mejor respuesta que la risa. No como ruido vano, sino como manifestación de la alegría, como afirmación de nuestra privilegiada condición humana, ya que el hombre es el único animal que sabe reír. No me gustan los refranes por cazurros, por pesimistas y por recelosos; pero hay uno muy sabio: “de quien siempre sonríe y nunca ríe, no te fíes”. Es cierto: en la sonrisa caben la ironía y la preeminencia; en la risa sólo caben la identificación, la camaradería la sinceridad, la coincidencia espontánea y también el respecto. GALA, Antonio. La casa sosegada



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